En una terraza porteña, unos tachos de pintura reciclados contienen el hábitat de un número impreciso de hermetia illucens, moscas soldado negras en fase juvenil.
Son blancas, anilladas, de un tono amarronado que puede virar al rojo. Poco más de un centímetro separa la trompa que se les pronuncia delante y el ano por el que expulsan, transformados, los desechos del compost donde nacieron de los huevos puestos por sus madres. Les llevará diez días completar su desarrollo, acumulando reservas para una fase adulta destinada exclusivamente a reproducirse.
También son sujetos de un vínculo, tensionado entre el amor y el interés, con quien les da alimento, albergue y trabajo.
Antigua recicladora de colillas de cigarrillos, que disponía en instalaciones de varios metros cuadrados, Virginia Buitrón reformula el sentido del desecho, y también, tangencialmente, la acepción vulgar de “larva” por haragán, ocioso y eventualmente explotador. La apropiación de plusvalía orgánica adopta aquí la forma de un pequeño charco de jugo del compost, expulsado por las propias larvas que, distribuidas en diversos puntos de un papel, lo recorren dejando a su paso residuos de líquido marrón convertidos en dibujo.
El trazo es sinuoso, propio de las múltiples vacilaciones, decisiones y eventuales aciertos que asaltan al dibujante a cada paso, sobre todo cuando un instintivo rechazo a la luz fuerte nos impulsa a buscar refugio al otro lado del papel. El resultado es una huida literal de la hoja en blanco, y también la huella visible de una existencia anónima, efímera y voraz.
De otra parte, la operación nos recuerda algunos puntos en común entre arte y capitalismo, esos hijos revoltosos de la era moderna. Especialmente en la capacidad que uno y otro han desplegado –desde eso que Benjamin llamó aura y Marx, fantasmagoría– para ubicar a potencialmente cualquiera de sus productos al centro de un sistema de valoración tan irracional y rayano en la magia como, en el fondo, ilimitado. Tal es la base común que el fetichismo de la mercancía comparte con la cotización en bolsa y los valores astronómicos de ciertas obras de arte, aunque en nuestro caso la autonomía del campo artístico nos ubique más cerca del monotributista precarizado que del millonario fabricante de fetiches.
Precisamente: es oportuno recuperar aquí la pregunta por el estatuto de la mano de obra, provenga o no de un organismo dotado de tales extremidades. ¿Se puede discernir en arte el verdadero productor de riqueza? ¿El arte es siempre trabajo?, y en ese caso, ¿de quién?
¿Trabaja más (o mejor) el artista-humano asignando valor estético a los devaneos de una cuadrilla de invertebrados sobre una hoja, o el artista-futuro- artrópodo emprendiendo una y otra vez un recorrido siempre diferente, sobre líneas que adoptan un abanico sutil e infinito de modulaciones? ¿Tercerizar es saber delegar, saber explotar o saber reconocer la autoría del otro? ¿Es el arte, por fin, propiedad exclusiva de los vertebrados?
Posiblemente la búsqueda de respuestas a este tipo de preguntas nos sirva, más tarde o más temprano, para esclarecer nuestro propio lugar como sujetos históricos en una trama de desigualdades, explotaciones y reconocimientos mutuos tan compleja como receptiva a la reflexión poética sobre nuestra propia condición. Quizás sea el arte el que nos deje algunas pistas al respecto, siquiera abandonadas en el camino parduzco del líquido desparramado en una hoja por seres que viven menos que nuestros sueldos.
Diego Guerra
Buenos Aires, 1° de mayo de 2017
Texto para la exhibición Tercerización Orgánica en Museo de Bellas Artes René Brusau, resistencia, Chaco, 2017